Arte urbano, creencias religiosas modernizadas, lo-que-no-se-ve…

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Hay tanto aún delante… Lo que tienen es tan rico y único que no hay nada, ni una
globalización voraz que se los arranque del todo. Aun así, la identidad es algo frágil y volátil. En Venezuela se tambalea cada vez que ocurre algo, lo que sea termina afectando la identidad de casi todos (Miss Universo aparte). Curiosamente en los últimos años,
que han
marcado puntos de inflexión clave de muchas maneras,
muchos deciden quedarse, otros irse; algunos de ellos irse con todo el país en el pecho, otros se van y solo se llevan su sombra. Algunos otros se quedan pero el país sigue ausente, sigue distante. Siguen buscando otro país que se parezca igualito, pero no lo encuentran por más que esté entre las fronteras de Venezuela.
Sin embargo, están quienes le echan pichón, quienes-por ejemplo- van y salen a la mar por días y noches. Las mareas y las espumas son sus oficinas, que crean inevitables costumbres al final. Todo esto se transmite de generación en generación casi siempre, y son crónicas de vida desde que se nace. Después de todo hubo un niño en el muelle antes que un viejo y el mar.


Y se convierte en un trabajo como cualquiera.
Estas costumbres que nacen irremediablemente son forjadoras de muchos creyentes. Junto con algunas figuritas religiosas que les trajeron los primeros barcos en un principio, llegaron otras cosas que los hicieron cambiar, y con el tiempo esas creencias transatlánticas se marcaron en la identidad.
Entre las aceras y atestadas calles a veces te encuentras con algunos vestigios del pasado o de tierras más altas, es así el caso de este cucho que lleva toda una vida vendiendo ramas en una esquina por la que pasan motos y personas como hormigas yendo de aquí para allá. El señor no tuvo ningún problema cuando le pregunté si podría dispararle -aunque sin pólvora-, más bien se puso interesante la cosa ya que estaba concentradísimo cortando tomillo entre mares de gente. Es todo un punto de referencia si a la abuela, a la suegra, al tío del campo o al primo se “pone malo”. Son creencias que no mueren.

En los zaguanes más altos no hay pescadores, pero también hay personas muy de ahí,

grandes personas que te abren las puertas de sus casas como el señor Martín, que vive en
un caserío a más de 3.600 metros de altitud llamado Las Gonzáles, en el Páramos de los Conejos; a unas 6 horas caminando desde Mérida. Su casa, entre frailejones y sembradíos de papa es cálida y acogedora a pesar de su humildad. Ese pequeño pueblo de unos 120 habitantes come lo que produce -papas, papas y más papas-, muy poco contacto tiene con el resto del mundo y aun así son bastante cálidos a pesar de ese frío constante por donde el trópico pierde sus palmeras.
Hay que perder el miedo a salir afuera. Hay que olvidarse de cosas como “Caracas es Caracas y el resto es monte y culebra” que gracias a tiranos del pasado, se marcaron con fuego en nuestra forma de hablar junto con esa violencia que se comió la paciencia.
Hay que perder el miedo de ver, de vernos y reconocernos donde estemos parados, sea en una calzada con baldosas, arena o tierra que nunca hayamos pisado -o que siempre tuvimos debajo y no supimos- o desde aquel zaguán desde donde vemos la vida.


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